Antes de partir, esto es para mí y para ti.

No sé cuántas veces he evitado escribir esto, han pasado meses -incluso años- desde que hago lo mismo: entro al documento, escribo cuatro líneas y abandono la misión. Lo mismo me pasó con la idea de volver con mi ex🙃. Y es que son tantas las inseguridades que he desbloqueado, que tendría que escribir un libro solo de eso. 

Ah, cierto, creo que ya lo hice. 

El punto es que dentro de todo este proceso que partió por un desamor vivido a destiempo -porque cuando me enamoré del carajo que me movía el universo decidí convencerme de que él nunca se fijaría en “UNA MUJER COMO YO”- tuve que encontrarme con todas las versiones de esa Eunice rota e insegura.

Pero ¿y qué significaba ser una mujer como yo? 

Tuve que cumplir 30, pesar cerca de 110 kilos, desconocerme por completo, tener más crisis existenciales que ganas de vivir, aceptar que ese amor que tuve ya no estaría más, irme de una relación en la que no quería estar, mantenerme atrapada en un bucle laboral sinfín que me frustraba y no poder escribir para aceptar que si no hacía nada al respecto, pasaría el resto de mi vida odiándome por ni siquiera intentar hacerlo diferente. 

Y me pasó algo absurdamente ilógico. 

Desde que fui mamá evité los espejos, odiaba ver mi cuerpo tan diferente, tenía absoluto convencimiento de que jamás volvería a ser el mismo y dentro de todo lo insegura que pude haber sido antes, yo amaba mi cuerpo. Sin embargo, al ser mamá dejó de ser mío para ser el proveedor de vida. Nunca más quise verme porque esa Eunice que conocí, no volvería a estar ahí reflejada. 

No pude hablarlo jamás. 

Un día, luego de repetir una vez más ese episodio en el que me desvestía llorando porque todo me quedaba horrible, porque no me sentía yo, me vi por error en el espejo y me desconocí por completo. Esa Eunice del reflejo tenía un aire a mí, pero no era yo, no era para nada yo.

Sus ojos estaban tristes y apagados. 

Me quebré. Abracé mis pedazos y caí al piso sin la esperanza de poder encontrarme. Y ahí, ahogada en mi propia desolación, pensé en la única persona que había querido a esa Eunice post mamá y que la había encontrado hermosa. Recuerdo esa tarde de agosto en la que me quebré y te juro que siento un chispazo en mi pecho, viene de vuelta a mí ese dolor que me quemó hasta matarme. 

Ese día morí, no hubo sangre, solo un océano de lágrimas como testimonio de mi dolor. 

Tirada en el suelo mientras abrazaba mis rodillas y anhelaba ese abrazo que me diría que todo estaba bien, pensé ¿en por qué me sentía tan mal? 

  • ¿Por qué no me creía hermosa? 
  • ¿Por qué ser gorda estaba mal? 
  • ¿Por qué odiaba mis brazos? 
  • ¿Qué había de malo con mi cabello? 
  • ¿Por qué estaba mal no maquillarme? 
  • ¿Por qué mis cejas eran feas? 
  • ¿Qué tenían que ver mis uñas cortas y frágiles con ser bella? 
  • ¿Por qué mis tetas no eran perfectas? 
  • ¿Qué tenía de malo ser caderona?¿O piernona? 
  • ¿Por qué comía y sentía culpa al hacerlo? 
  • ¿Por qué al reírme sentía vergüenza? 
  • ¿Por qué no me sentía suficiente? 
  • ¿Por qué no me celebraba y me creía una mujer increíble?

¿Cuál era la razón para verme muchas veces en el espejo, sentirme hermosa y no creérmelo? ¿Por qué me comparaba con otras? ¿Por qué el no ser de una forma me hacía menos?

Y sé que si me lees desde hace tiempo te vas a preguntar por qué siempre hablamos del ogro, pero es que todos los caminos conducen a la persona que nos cambia la vida en 180°. 

Por él me cuestioné lo que siempre di por sentado 

¿Por qué no era digna de una persona esbelta, fornida e increíblemente guapa? ¿Por qué nunca creí que de verdad él podía sentirse cautivado por la Eunice de ese entonces? ¿Por qué ser mamá y divorciada me restaba posibilidades? ¿Por qué pesar 72 kilos y ser 34B me hacía menos digna? 

Por más absurdo que te parezca esto, en ese momento de dolor recordé cómo crecí en un ambiente completamente gordofóbico -término muy progre pero eso no le quita lo real-, un entorno en el que se juzgaba a la personas por no tener cierto peso y medidas, en el que una “gorda” no podía estar con un “flaco” porque ¿cómo harían el sin distancia? Un entorno que tachaba negativamente todo aquello que intentaba ser diferente. 

Y me odié muchísimo por ceder mi vida entera a inseguridades y prejuicios que no eran -ni son- míos. 

¿Hubiese sido distinto si Eunice se hubiese creído la misma mujer hermosa que veían sus ojos? Creo que sí, no digo que hubiese funcionado, solo que, al menos, en ese entonces mis inseguridades no hubiesen jugado en mi contra. 

Fue muy heavy porque aún seguía dentro de ese entorno que me recordaba que ser gorda era malo, que ser yo era malo.  Seguía (con)viviendo con las inseguridades de otros. 

“Tan bonita que eres y ve lo gorda que estás”, “¿vas a salir con esa ropa?”, “yo me prendo con cualquiera, no eres especial”. 

Cualquier persona de mi vida o la tuya.

Me convencí de que ser/estar gorda era malo al punto que me trataba de la peor forma posible. Comí por no poder hablar de mis emociones, adopté una vida sedentaria porque no tenía ganas de nada, tomé en tres años todo el alcohol que no consumí en mis 20’s, solo porque no podía más con la vida que llevaba. 

Siempre fui una rebelde sin causa, siempre cuestioné las normas y sabía que no pertenecía al común, pero aún cuando me creía valiente y era de apariencia segura, permití que me hicieran daño. Con o sin culpa, me hicieron daño, o mejor dicho: nos hicieron daño. 

Cuando me hice cargo, me olvidé de los culpables

Recuerdo que una vez, el que fue mi esposo, me pidió que riera de manera más discreta porque lo avergonzaba y -según él- todos sus amigos criticaban mi forma de reír. Yo no le entendí, pero cedí. Hoy recuerdo todas esas veces cuando de niña-joven me reía y mi mamá me recordaba que así no lo hacían las señoritas, como si existiera solo una forma de reír. Como si reír con el alma y con auténtica felicidad, fuese malo. Cómo si pudiésemos escoger normar algo tan particular como la risa. 

Y es que los prejuicios y las inseguridades no solo van anclados a lo físico, eso lo hacemos desde nuestro lado más banal, sino que también destruyen lo que somos por dentro. También nos lastiman cuando invalidan nuestras emociones, nuestros sueños, cuando no reconocen nuestro esfuerzo, cuando dan por sentado lo que somos. 

Por eso cuando hablo de resignificar nuestras vidas desde el amor y le hablo específicamente a los millennials, porque siento que somos el puente hacia ese mundo que todos merecemos tener. Hoy día estamos normalizando la terapia, validando las emociones, reconociendo que existen muchos mundos y podemos respetar que todas las perspectivas están bien y pueden convivir. Hoy amamos la diversidad del ser y nos llevamos bien con la idea de materializar eso que un día nos dijeron que no podíamos lograr. Hoy apostamos más por una felicidad intrínseca a nosotros, que por esas metas caducas que no calzan a nuestra realidad. 

Hace tres años, ahogada en mi propio llanto, recordé esos ojos que me miraban hermoso y que estaban convencidos de que yo era -soy- una estrella. Y también recordé sus miedos y sus inseguridades, lo que me permitió salir de mi individualismo y pensar en que todos somos un colectivo cargando con estas inseguridades que no nos pertenecen.

No solo a mí me dijeron cómo debía vivir esa vida que tenía que vivir, lo hicieron con todos nosotros, sin importar si éramos flacxs, gordxs, pobres, clase media o con plata, si éramos piel canela, blanca o negra, a todos nos han dicho cómo vivir. Lo peor del cuento es que hemos sido obedientes, hemos cumplido con esa norma y hoy somos una generación rota, lastimada e insegura, una generación que se está cuestionando todo pero que aún tiene miedo porque la codificación está pelúa y mal que bien, esto es lo que conocemos y, dentro de nuestro pánico podemos asegurar que tampoco es que ha salido muy mal, ¿no? Es decir, infelices ya somos todos, ¡qué más da!

Tenemos miedo solo porque un día alguien nos dijo que no éramos capaces, porque proyectaron sus miedos e inseguridades en nosotros, porque no nacimos con la contextura correcta, porque tuvimos más o menos privilegios, porque al final, ellos también estaban rotos y nos lastimaron mucho creando heridas que hoy hacen más difícil el poder ser libres. Hoy estamos asustados porque alguien nos convenció de que no éramos más que un cuerpo, un título, un estatus social, un momento o una circunstancia.

Ha tomado años esto de deconstruir todo eso que NO era yo. Años en los que me quedé desnuda por completo y en los que he tenido que luchar con todas esas versiones que cargo a cuestas y que me quieren convencer de que “más vale conocido que malo por conocer”, que sí debo ser flaca para que me quieran de verdad, que tengo que ser súper poderosa y lograr todo sola porque la onda es ser empoderada, porque no se puedo ser ni tener todo en la vida. Pero la verdad es que todas esas versiones heridas tienen miedo de todo lo nuevo que desconocemos y que a mí, sin tener ninguna certeza de nada, me está encantando.

En el proceso culpé y odié a muchas personas, pero la verdad que a estas alturas del partido queda de mí si sigo recibiendo “eso” para vivir la vida que debo o si decido no aceptarlo para crear esa que sí quiero vivir. Y aunque ha dolido, prefiero escribir mi propia historia, no tengo fuerza disponible para cargar con un peso que no pertenece. 

Porque esas inseguridades no son mías. Tampoco tuyas. 

Los temas de mis papás son de ellos, lo acepto. Los temas de mis hermanos son de ellos, lo acepto. Los temas de mis amigos y familiares son de ellos, lo acepto. Los temas de mis exs son de ellos, lo acepto. los temas de la sociedad están caducos y puedo colaborar para que sean diferentes. Mis temas son mis temas, los acepto, los trabajo, los resuelvo y sigo adelante. 

A veces hay personas que no llegan para encender tu luz, sino para que descubras y te convenzas de que esa luz que tanto buscas en otras personas, momentos o lugares, está en ti y sea el lugar que sea al que te dirijas, siempre te va a acompañar, queda de nosotros si trabajamos por mantenerla encendida. He ahí el desafío. 

No, no estoy diciendo que soy la persona más segura del mundo y que ya no tengo cargas conmigo. 

Estoy diciendo que he decidido renunciar a eso que no me pertenece para construir la vida que quiero y ser una referente más amable para mis hijos, mis cercanos y todo el que me conozca. Tampoco es que soy perfecta, hay días que me sigo viendo en el espejo y me visitan esos fantasmas que me dicen “sigues gorda”, aunque he bajado casi 40 kilos. Solo que ahora en lugar de quedarme con ellos, los despacho pronto, ya no los invito a vivir conmigo. Tampoco es que me convencí de que él me creía hermosa, pero al menos puedo reconocer que sí admiraba a esa Eunice que fui y que hoy yo también admiro. 

No se trata de ser perfecto y estar siempre felices, se trata de despertar y amar la vida que estamos viviendo. De leer el mensaje de las personas que sabes que no te van a dejar caer. Se trata de poder reír, bailar, comer, soñar, viajar con esos con quienes puedes ser tú sin tener que salir de la habitación para sacar, por unos minutos, a tu verdadero yo. Se trata de sernos fieles aún y cuando el miedo nos aceche en la puerta, o frente al espejo.

La vida se vuelve perfecta si aceptamos que hasta los errores son buenos y dejamos de desear que todo eso que pasó, haya sido diferente, porque la verdad es que lo púnico que puedes -y podemos- cambiar, es nuestro presente. Nada más. 

Es trilladísimo, lo sé, pero la verdad es que estamos aquí un momentico, hagamos que el viaje esté lleno de risas locas, abrazos protectores, besos a medianoche, sueños cumplidos, pasiones vividas y platos de pasta. 

Sigo trabajando en ellos, aceptando lo que soy, cambiando aquello que A MÍ no me gusta, pero viviendo un poco más libre, más liviana. Y no, nadie me ha traído hasta acá más que mi fuerza de voluntad, pero reconozco a esas almas bonitas que me han ayudado en el proceso aceptando el espectáculo de mujer que soy más allá de mi cuerpo.

Porque sinceramente es que esa inseguridad no es ni tuya, ni mía. Por lo que mando de vuelta al remitente.